lunes, 1 de noviembre de 2010

Un aprendizaje en cuatro anécdotas. Mi experiencia del tamunangue

I
Son las diez de la mañana, el sol barquisimetano ya calienta lo suficiente como para buscar el resguardo necesario. Entro a una tienda y disfruto de las bondades de estar bajo la sombra; me percato que estoy en la bien conocida tienda de instrumentos musicales ‘Pablo Canela’. Ya que el viaje no me costó trabajo aprovecho para comprar artículos de primera necesidad: un set de cuerdas para mi cuatro - que ya las pide a gritos- y una ‘uña’ que de no ser comprada podría costarme la mirada culposa de un padre no atendido. Doy una mirada al local y espero a que alguien me atienda, mientras espero reconozco que no soy el único en el lugar. Hay un señor, de contextura delgada, pequeño al cual le saludo gentilmente con la esperanza de que una conversación haga la espera más agradable.

Después de un acercamiento inicial me comenta con orgullo: Soy un golpero. Qué alegría, pienso para mis adentros; Y como no podía imaginar otra pregunta diferente a la que manda el catecismo, apunté y disparé lo que creía era mi mejor disparo: de ¿Curarigua? ¿El tocuyo? ¿Quizá de Barquisimeto? Ya tenía en mi mente una pequeña, pero interesante lista de golperos conocidos para hacer los comentarios de rigor, pero antes de que pudiera enunciar alguno escuché una respuesta que me dejó en el sitio: -de San Felipe. ¿De dónde? -Pregunté de nuevo como si no hubiese escuchado bien-, pero en realidad trataba de encubrir mi falta de palabras. ¿Hay un grupo golpero en San Felipe? -Pregunté de nuevo- pero esta vez sí que no estaba preparado para escuchar las palabras que a continuación vendrían: ¿un grupo, dice usted? No, si somos varios, hasta nos han invitado a algunos a festivales aquí en Barquisimeto y le hemos dado serenata a la Virgen. El próximo mes tendremos el tamunangue en casa de mi compadre, si gusta acérquese. Está invitado.
Mi espasmo sólo fue disimulado por causa de la llegada del vendedor del local que ya se disponía a atender a su clientela.

II
Voy con mi padre rumbo a tierras caracheras. Trujillo es un estado del cual guardo muy gratos recuerdos. Allá nos encontraremos con algunos primos. –Los ‘leales’ son gente muy buena. Me comenta mi papá con la ilusión de quien se encontrará con sus primos no vistos desde hace ya bastante tiempo. Llegamos al pueblo tras un poco más de tres horas en bus. Pero ese no es el final del viaje, pues nuestro destino es un campo llamado ‘El cortijo’ que está arriba en la montaña como quien busca Los Humocaros por los caminos verdes. Al caminar por una de sus calles notamos un cierto ‘jaleo’. Reconozco algunas melodías muy larenses. A la pregunta del porqué del alboroto nos dice una lugareña, vieja amiga de mi padre, que están haciendo un tamunangue. Mi pregunta curiosa no se hizo esperar ¿Andan unos guaros por ahí? -No, mijo, esa familia es de ‘toda la vida’ de aquí… Me sorprendí un poco, pero no demasiado, en algún momento tenía que pasar, pues una cultura que comparte la familia de cuatros y un estilo musical, difícilmente podría estar alejada de una tradición tan vistosa como el tamunangue. Mi padre y yo continuamos nuestro recorrido con aquella imagen en nuestra mente.

III
Ya tenía yo un par de años viviendo en Caracas; andaba por los lados de Montalbán estudiando filosofía. Casi por casualidad llegué al ensamble universitario, su propuesta musical era variopinta, pero centrada en la música latinoamericana. Las amistades y las andanzas musicales –aunque también cierta nostalgia- nos fueron llevando a montar en un ensamble caraqueño que hacía música latinoamericana, el tamunangue. ¡Vaya reto! Más, cuando se suponía que yo era el experto en la materia, pues era oriundo de Barquisimeto. Siempre hay esas falsas creencias de que por ser uno de un determinado lugar ya se es un sabio en la materia fuerte de esa localidad. Pues bien, me armé de valor, de mis recuerdos, de mis viejas grabaciones y por supuesto de unas visitas a viejos amigos para ‘refrescar’ los conocimientos del tamunangue. La verdad sea dicha, ahí fue cuando aprendí la cosa de verdad, porque cuando trataba de recordar las fiestas de familiares y amigos donde había tamunangue, golpes, velorios, etc. me recordaba a mi mismo jugando con mis primitos y tratando de evadir a los adultos para no recibir el merecido castigo por pasarles por el frente. Claro está que siempre debías participar, tocando, bailando, etc. -si no lo hacías eras un bicho raro-, pero muchacho al fin, se prefiere jugar con los primos.
Pues bien, para no hacer el cuento muy largo, aquel ensamble de caraqueños que en otrora hacía boleros, merengues, tangos y valses hacía ahora jurumingas, yiyivamos y galerones. Sin entender mucho la cosa en un principio, pero luego haciendo suyo cada verso y cada significado.

IV
Recibo un mensaje de texto. Es la invitación para el segundo Encuentro de la Sociedad Tamunaguera de Caracas. Es una iniciativa organizativa de algo que ya ocurría en la realidad: más de veinte tamunangues al año en la ciudad capital. La conforman personas de todas partes del país, hay también algunos guaros; en realidad son pocos, pero poco importa, pues en los tamunangues, toda la gente comparte la misma fiesta.
Se constituye una lista de correos electrónicos, un grupo en Facebook y comienzan a circular entre los más de 80 miembros, fotos, canciones y experiencias de tamunangues en la capital. Hay unas fotos más preciadas que otras: las fotos con los cultores en Sanare, o Tocuyo o Curarigua. Y es que en la Sociedad tamunanguera hay gustos y ‘escuelas’ diversas. Fulana baila sanareño, fulano tocuyano, se les escucha decir a algunos y no faltan hombres que hagan burlas sobre quien exageró la ingesta de cocuy en la última fiesta.
Muchos de la Sociedad no conocen la vida rural o las fatigas de la pequeña agricultura, pero cuando bailan la juruminga hacen las veces de la mejor manera. Los altares se decoran con el mayor de los respetos y la fiesta es un verdadero ‘ventetú’. Hay quienes contratan o traen tamunangueros de Lara, otros sencillamente envían un mensaje de texto a sus amigos y conocidos. Siempre hay cuatristas para toda la variedad de cuatros a utilizar. Los tamunangues son un evento que todos esperamos con cariño aunque en la Sociedad ya no existen aquellas grandes figuras de ‘capitanes’; éstas han sido reemplazadas por el de ‘más experiencia’ o sencillamente por el ‘organizador’.

***
De estas y otras experiencias similares voy sacando una cuenta, la cual resumiré en la siguiente frase: Hay que dejar al folclor ser folclor. Cuando nos aferramos a una tradición y la congelamos en el tiempo, cuando la independizamos de la cultura misma comenzamos un proceso de rápida destrucción de la tradición. El folclor es como el agua entre las manos, puedes retenerla un poco, pero solo será un poco; ella seguirá su camino por las rendijas más pequeñas que se le presenten. Nuestras formas tradicionales están cambiando y somos testigos privilegiados de ello. Quizá habría que decir que las formas están cambiando, no por arbitrariedad de las personas que las promueven, sino porque la vida, el entorno, la manera de relacionarse de las personas ha cambiado. Los seres humanos entendemos hoy el mundo, de una manera muy distinta a la de hace cuarenta años y eso modifica nuestra conducta.

Lo peor que le puede pasar a nuestras tradiciones es que dejen de comunicarnos las cosas importantes de la vida y se conviertan en un museo. Independizar el tamunangue de las personas es asesinarlo. Hay visiones que gustan de ver el tamunangue como una fotografía, como una forma tradicional rígida, estricta inmutable, preestablecida. Me gusta pensar cuando voy a Barquisimeto, que quien me recibirá al llegar será mi madre, no una foto de ella. Quedarme con la foto es perderme la experiencia real de ver, sentir, y compartir con mi madre. Lo mismo sucede con el tamunangue. Así que tenemos que decidir si nos quedamos con la ‘fiesta popular’ de encuentro con las personas, el santo, la tradición, la devoción o si nos quedaremos con una fotografía de ello. Las tradiciones cambian. Están cambiando ¿Acaso no lo ves?

Alfredo leal

Alfredo Leal

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